Una historia de valentía, sabiduría y fe (Cómo una familia puertorriqueña pobre abrazó la riqueza de la vida) 

por Eileen Rivera Ley

Nota editorial: Esta entrada de blog fue escrita por Eileen Rivera Ley para el Braille Monitor del National Federation of the Blind (NFB) en 2008. Fue originalmente escrita en inglés y traducida al español por Ana Portnoy Brimmer. Pueden acceder a la versión en inglés a través del Braille Monitor del NFB.

En 1967, días después del Día de las Madres, mis padres, Edwin y Magdalena Rivera, nos reunieron amorosamente en nuestra humilde sala en 26 Siebert Place en Rochester, Nueva York, para nuestra primera reunión familiar. Éramos cinco hijes en ese entonces. Edwin casi llegaba a los seis años. Yo tenía cuatro, Sandra tres, Mildred dos y Caroline, con sus pelos rizos, solo tenía 16 meses de nacida. 

“Tenemos algo muy importante que decirles”, les recuerdo pronunciar. “Dios ama mucho a nuestra familia. Somos muy especiales para Él”. Mamá continuó, “es por eso que, de todas las familias del mundo, escogió a la nuestra para esta bendición especial. Nos ha enviado un obsequio muy especial--un angelito nuestro. Su nombre es Suzanne”.

Les niñes Rivera permanecimos sentades con asombro ante este increíble decreto. Nunca nos percatamos de la enormidad de dicha responsabilidad. Tampoco sentimos la tremenda preocupación que nuestros padres seguramente llevaban en el corazón. 

Iban contra todos los consejos médicos, trayendo a Suzanne a casa en vez de institucionalizarla. Después de todo, solo se esperaba que esta niña médicamente frágil viviera unos cuantos meses. 

Por otro lado, nosotres, les hijes, nos sentíamos como si nos hubiésemos ganado un millón de dólares. Dios nos había escogido. ¡Nos escogió para este trabajo increíblemente importante de cuidar de esta hermana muy especial! Nos juntamos con reverencia mientras nuestra madre colocaba a este delicado y frágil bebé de cinco libras en la desgastada y enorme cuna. 

En los días y años que siguieron, le dimos la bienvenida a la bebé Suzie a nuestro hogar y nuestros corazones. La arrullamos, le cantamos, hicimos todo lo posible para hacerla reír. 

El hecho de que Suzanne nació en una familia que ya contaba con dos hermanas ciegas, Mildred y yo, nunca fue lamentado. Según nuestres padres, no era gran cosa. La ceguera era nuestra única contienda y, ¿qué era la ceguera en comparación con las graves condiciones incapacitantes que enfrentaba Suzie?

Mientras nos enseñaban a atesorar a Suzanne, nuestros sabios padres nos sostuvieron a Mildred y a mi a los mismos estándares que a nuestres hermanes videntes. Teníamos que desempeñarnos bien en la escuela, aunque no pudiésemos ver nuestros libros o leer la pizarra. Insistieron en que probáramos patinar sobre ruedas, montarnos en un trineo y correr bicicleta (nunca logré aprender a correr bicicleta, pero Mildred sí). 

Siempre nos dieron una buena cantidad de tareas del hogar, como se esperaba que hiciera cualquier otre niñe puertorriqueñe en aquel entonces. Quienes visitaran la casa de les Rivera seguramente nos encontrarían limpiando la cocina, rastrillando hojas, cuidando de les niñes, horneando galletas, entregando periódicos, aspirando escaleras o lavando ropa. No había tiempo para la pena ni las excusas mezquinas en este hogar feliz y frenético. 

Lo mejor de todo es que nuestres padres nos instaban a apoyar en el cuidado de nuestra especial y pequeña Suzie, que a los diez años solo pesaba dieciocho libras. La mecimos, le dimos biberón, la bañamos y le cambiamos sus pequeños pañales amorosamente. La vestimos con su ropa encantadora, tamaño muñeca. Nunca aprendió a hablar o caminar. Nunca se pronunciaron en nuestro hogar palabras como “retraso mental profundo”, “severamente deforme” o “ciega”. Para nosotres, era simplemente el obsequio angelical más adorable que mamá, papá y Dios querían que fuera. 

Al darle la bienvenida a nuestra delicada hermanita a nuestras vidas, nuestres padres sabies nos enseñaron determinación, trabajo en equipo, gentileza, iniciativa, sacrificio personal y amor incondicional. Nos enseñaron a Mildred y a mi a mantener nuestra ceguera en perspectiva. A Suzanne (que por cierto celebra su cuadragésimo primer cumpleaños esta primavera), pero más aún a nuestres padres increíblemente valientes, sabies y llenes de fe, les agradecemos eternamente.

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